El tema arranca con un poderoso rasgueo tocado con una energía llamativa, agreta, esto solo se escuchaba en las bandas inglesas. Veníamos de una edulcorada década de los 50’s donde los yankees que grababan rock and roll parecían escapados de algún programa de Cris Morena. Esta legión era comandada por un tal Elvis Presley, un tilingo que, cada dos por tres, se vestía de milico, se filmaba en los cuarteles de la Alemania capitalista y pasaba más horas en la casa de Richard Nixon que con los pibes escabiando birra. De manera que tanto Los Beatles como Los Rolling Stones produjeron una esperada y necesaria explosión. A partir de allí sí que cambiaron muchas cosas. También fue demasiada locura porque los anteriores disfrutaban del talco, la leche chocolatada y
los dibujitos de Walt Disney.
Estuvimos tocándolo por 20 minutos, y llegaron Mick y Keith y paramos, ellos dijeron: «Hey, eso suena muy bien, continúen, ¿qué es? Al siguiente día lo grabamos, Mick escribió una grandiosa letra y resultó ser un muy buen sencillo, pero luego vi que en los créditos del tema no aparezco como autor”.
Para obtener algunos detalles casi secretos sobre la grabación del tema me fui hasta el Archivo Valdata, allí encontré a Claudio, quien me aportó info posta. Para grabar el famoso riff, Keith utilizó una guitarra acústica que fue pasada a través de un grabador Phillips, que no aguantaba tanta energía, y entonces producía la distorsión que buscaban. Lo recuerda el propio Keith: “Con la grabación de Jumping Jack Flash descubrí una nueva sonoridad de la guitarra acústica”.
Continúa: “una tarde de lluvia estábamos con Mick, de pronto se escuchó un gran ruido, eran las botas del jardinero Jack Dyer. Le dije es Jack, jumping Jack, a lo que Mick gritó ¡Flash…! así nos encontramos con ese encadenamiento que sonaba tan bien y entonces la escribimos. Lo que es seguro es que el personaje tiene sentimientos encontrados que lo pueden llevar a la demencia”.
Ahora es Charlie Watts quien rememora: “en el tema uso mi vieja Ludwig, todavía no me había pasado a la Gretsch. Otro elemento esencial en el ritmo son las maracas que aporta Rocky Dijon, que se sitúa en la órbita stones. Me gustan los coros que hacen Mick, Keith y Jimmy Miller”.
En la poderosa intro Keith rasguea, con cierta cuota de agresividad, un Gibson Hummingbird afinada en Re y luego añade otra guitarra con afinación Nashville. Para la línea de bajo utilizó un Fender Precision, y Bill es quien toca el órgano, que por momentos parece un Hammond.
En el momento en que esta canción fue editada yo cursaba la escuela primaria en la Francisco Herrera, de Villa Crespo, y no me enteré del asunto. Nadie ni siquiera me avisó, de manera que tuvieron que pasar unos años para que conociera el tema y que alguien me cuente una interesantísima anécdota sobre toda esa época.
A fines de los 70’s, un enorme personaje naufragaba por las calles del centro de Buenos Aires: Joe. Lo conocí, era guitarrista de blues, hiperfanático de Pappo y sumamente crítico de casi todo. Famoso por contar historias que realzaban esos mitos urbanos que asombran. Lo de él era muy llamativo por la creatividad que desparramaba en cada relato. Estaban los renegados de siempre que lo acusaban de mitómano y de inmediato hacían abandono de la platea improvisada en las calles, parques o casas. Pobres seres cuadrados.
Por suerte, en los barrios siempre hay un mitómano que nos entretiene y uno, que no tenía pensado estudiar psicología, lo dejaba expresarse, flashear, dar rienda suelta a complejos, narcisismos y todo lo que tanto divierte a los chusmas inocentes. Joe tenía algunas particularidades, desaparecía un tiempo, entre 15 y 20 días, así transcurría un tiempo en que no se sabía absolutamente nada de él, hasta se temía lo peor. Pero cumplido el período de su marketing, aparecía, y ese regreso era solventado por una historia sucedida en un lugar lejano, con personajes de fuste e inaccesibles, a los que Joe encaraba con naturalidad.
La historia que viene a mi memoria habla de una tía de Joe muy hippie, con todos los aditamentos de los 60’s, que tenía un puesto de artesanías en Plaza Francia, un local alquilado en la Galería del Este, y suficiente dinero como para viajar a Europa dos veces al año. Este relato se escuchó en un caserón de la calle Bogotá, casi Campichuelo, en el barrio de Caballito, un sábado a la noche, mientras en la calle una lluvia furiosa parecía llevarse todo.
Mimí, la tía, invitó a Joe a un viaje que se centró en las ciudades de París y Londres allá por el inquietante 1968. Una tarde, Mimí contó que la habían invitado a presenciar una sesión en los estudios Olympic Sound, en Barnes, en las afueras de Londres. El pequeño Joe, de unos 17 años, saltó de la silla cuando escuchó el nombre de la banda que iban a ver grabar: “The Rolling Stones”. Llegaron, Mimí conocía a varios allí presentes, sobre todo a la gente que rodeaba al grupo, y uno a uno fueron saludando al niño argentino, vestido de verano. Mimí lo llamaba “el guacho”, decía que por ser hijo de un tipo careta, Joe era casi huérfano en términos de arte y locura.
Comenzaron las primeras pruebas y Joe contó esa noche que allí se respiraba un humo espeso, que las botellas se vaciaban velozmente y que esto parecía conseguir que la banda sonara más ajustada. En un momento, Mimí se puso a bailar llevada por el ritmo del tema, no tuvo mejor idea que quitarse la pollera, dejando ver un par de piernas argentas que conmovieron a los ingleses. Largan el rasgueo, se escucha el riff que se repite y, antes de comenzar a cantar, Jagger señala a Joe y le grita “¡guacho!! Hubo en la casa de Caballito un estallido de risas que desconfiaron, las cabezas se movían de izquierda a derecha diciendo no. Se debatió sobre esa palabra, unos dijeron que grita “Watched”, otros sin parar de sonreír aseguraron que decía “Watch out (cuidado)»; alguien, como teniendo la posta mientras reía con soberbia, dijo “Watch it (Miralo)”.
Joe se quedó serio, detuvo el relato para asegurar que lo que contaba era real, pero no insistió mucho, él lo relataba con absoluta convicción, sabía internamente que Jagger lo marcó a él al grito de ¡Guacho! Y punto. Yo no creí estar en condiciones de detener la historia, pensé que el entretenimiento era prioritario, al tiempo que la mirada de Joe se atrapaba en emociones. Notaba en aquellos nihilistas un dejo de abandono por la alegría ajena, como si ya no importara la verdad.
Allí, alguien feliz inventaba una historia que superaba ciertas oscuridades que no quería compartir, no estaba dispuesto a amargar a rockeros que amaban a los Stones, seguramente una de sus ideas era afirmar ese afecto, resaltarlo con una anécdota que lo tenga como protagonista. Seguro que ese sueño trataba de hacerse realidad a fuerza de palabras, ¿y qué tienen para decir aquellos que creen en la curación mediante la palabra? Quizá Joe contaba con una técnica tan novedosa como certera, o, al menos, su inocencia así lo creyó.
Por esos días, una amiga que estudiaba psicología, sentada en el Bar La Giralda, dijo con inusitada frialdad: “claro, es un mitómano, es un enfermo, loco, no está conforme con la vida que le toca y se inventa otra, una que lo tenga como protagonista de hechos épicos. Hay algo de psicosis por ahí dando vueltas, como si fuera derechito a originar una pérdida del sentido de la realidad y del control sobre su conducta… pobre pibe”. Solo atiné a preguntar por qué era tan dura, si no veía por allí algo poético, una concepción extraña del entretenimiento alejada de los intelectuales, algo así como inmolarse en pos de la alegría ajena. Mi amiga me pidió que no delire, de modo que no nos pusimos de acuerdo. Menos mal que al rato decidimos caminar una cuadra e ingresar a Güerrín, en donde las pizzas se encargan de hacer las paces entre los mayores rivales. Luego de la primera porción de muzzarella coincidimos en que “El saltarín Jack Flash» es un temazo.
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