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La fantasía de vivir de la timba

Inversiones, bonos, criptomonedas, juegos de azar y otras fórmulas de plata fácil endulzan a la población argentina en tiempos de crisis económica. Pero el valor originario de la economía radica en el trabajo. Manual de instrucciones para no caer en la trampa.

Por Diego Ariel Fernández (economista) y Pablo Volkind (historiador), ambos docentes e investigadores de la Universidad de Buenos Aires, para Revista Cítrica.


Un estudiante universitario sale del aula con el celular en la mano y cara de preocupado. Un docente se acerca y le pregunta si le pasa algo. Levanta los ojos del teléfono y responde: “nada, profe, tenía que hacer una apuesta porque justo arrancaba el partido”. Esta situación se repite una y otra vez en la secundaria, el trabajo y hasta en la escuela Primaria. El deseo que impulsa a los millones que juegan diariamente es “pegarla una vez y salvarse”, como si la guita que “invierten” tuviera la capacidad de generar más plata. Nadie sabe de dónde sale pero eso no importa.

Las empresas de apuestas invaden todo: camisetas de los principales equipos de fútbol, propaganda en todos los medios y personajes con cierta popularidad que publicitan sus bondades. En un país donde se perdió la perspectiva de futuro y todos los días empeoran las condiciones vida, donde parece una quimera conseguir un trabajo con un salario digno por más que uno curse diversos niveles educativos, se abre paso como un torrente la idea de “sálvese quién pueda”, concepción impulsada por el propio gobierno nacional y sus aliados.

Cada semana surge una nueva iniciativa que potencia la misma idea: el futuro son las “finanzas”, el que sabe de eso “la tiene atada”. En ese sendero aparece la nueva regulación de la Comisión Nacional de Valores, que permite “invertir” en bonos, acciones y otros instrumentos a pibes y pibas de apenas 13 años. Mientras declaran combatir la ludopatía, y particularmente la infantil y juvenil, fomentan por diversos medios las condiciones para que todas y todos se involucren en la “timba”.

Como si fuera poco, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires reducirá las horas de Ciencias sociales en las escuelas primarias para incorporar la materia “Educación financiera”. Disminuyen el peso de aquellas disciplinas que buscan aportan a la comprensión del mundo en que vivimos, predican que hay que “educar para la incertidumbre” y proponen una salida individual y “mágica” que sólo dependería de las “habilidades” de cada sujeto.

 

La guita no genera guita

Todos los días escuchamos noticias a través de los diversos medios y plataformas que describen o anuncian el vaivén de las acciones y los bonos: aumentos y caídas que aparentemente generan fabulosas ganancias o estrepitosas pérdidas. Ese mundo, que resulta ajeno y distante para la mayoría de la población, parece regirse por reglas mágicas. ¿Por qué suben mucho un día?, ¿por qué se desploman al otro?, ¿cómo puedo hacer para integrarme a ese espacio y volverme rico al instante? Éste es uno de los anhelos que persiguen miles de personas que “eligen creer” que el dinero genera dinero, una fantasía que nos proponemos develar.

Los billetes (u otros papeles financieros cualesquiera sean) sirven, como máximo, para adquirir las mercancías que genera la economía real. Si bien operan como su reverso, esos productos que llegan a manos del consumidor están generados por quienes trabajan en las fábricas, campos o comercios. La única riqueza de un país está constituida, en última instancia, por los bienes y servicios que producen los trabajadores y las trabajadoras todos los días.

Si vemos que individuos, por la sola posesión de estos papeles, obtienen ganancias que les otorgan poder de compra, ocurre que se han conformado mecanismos para que tales sujetos extraigan una parte del valor que se ha generado en la producción sin colaborar personalmente con ella.

“Bonos”, “acciones”, “opciones”, “forwards”, “títulos”, “CEDEARS”, “letras”, “fondos de inversión”, “puts”, “fideicomisos financieros”, “plazos fijos (tradicionales, en dólares, UVA)”, “debentures”, “obligaciones negociables”... la lista de instrumentos que han creado los financistas es interminable, y estos papeles suelen encadenarse unos con otros en figuras similares a las que se forman sobre la mesa cuando un partido de dominó utiliza todas sus fichas.

Sin embargo, no es tan difícil entender la lógica general del asunto si se incorpora una noción básica fundamental: todo papel financiero que posee una persona, que es un ACTIVO de ella, es necesariamente el PASIVO de alguien; esto es, al ser emitido y otorgarse nace con un papel mellizo que se anota como DEUDA de quien lo trajo al mundo.

Esto que ocurre con los activos financieros no sucede con los activos reales. Si alguien se compra un libro, ahora el libro es un bien propio, y el tener ese objeto no genera para ninguna otra persona una deuda hacia el comprador. Pero todo activo financiero SÍ la implica. Yo NO puedo tener un activo financiero sin que otro agente tenga una deuda conmigo.

Pueden existir muchas –realmente muchas– intermediaciones: que mi activo financiero me haga acreedor sobre otro activo financiero que a su vez sea acreedor de un tercer activo financiero y así... pero el último de todos esos papeles, y es el que le da sentido a toda la cadena, tiene que acabar en la producción, en valor que surja en el proceso de trabajo en una fábrica, por poner un ejemplo. 

El caso más sencillo son las “acciones” o, mejor aún, las “obligaciones negociables” de una empresa. Son papeles que una compañía privada emite, los vende al público. Al venderlos recauda dinero para sus actividades. Se entiende que sin la masa de dinero que obtiene de esa forma no podría funcionar, ya sea porque el dueño no tiene por sí mismo el capital suficiente para desarrollar sus planes de inversión o porque lo tiene pero prefiere no arriesgarlo.

Cualquiera sea el motivo, esos papeles que ha vendido son un contrato que expresa una promesa: le dan al comprador del título el derecho a cobrar parte de las ganancias que obtiene la empresa. El empresario, al emitir las “obligaciones negociables”, accede y se obliga a compartir el valor que surge del proceso de trabajo en la fábrica que sostiene, en parte, gracias a ese financiamiento.

Otro ejemplo, quizá más conocido aunque menos directo: poner dinero a “plazo fijo” en el banco. El Banco Hipotecario ha sabido tener una recordada propaganda, no muy edificante por cierto, que publicitaba las virtudes de los depósitos a plazo fijo afirmando: “Plazo fijo, básicamente es: yo pongo algo de plata en el banco... no hago nada... y después tengo más plata”.

Es cierto que el depositante de un plazo fijo no tiene otra actividad que la de llevar su dinero al banco, pero el interés (esa “más plata” que pondera el locutor del anuncio) no lo imprime graciosamente el banco como premio contra nada. El banco lo que hace con el dinero que se ha depositado es represtarlo, digamos, a una empresa. Y aquí llegamos a la situación anterior, pero sólo que con un banco en el medio: un empresario que obtiene una parte del capital que necesita para su fábrica del banco (que lo obtuvo de quienes depositaron a plazo fijo). Este empresario, para obtener el crédito, se obliga a ceder al banco como intereses una parte de las ganancias que extrae del trabajo, y de ese dinero es que el banco le paga esa “más plata” a quien depositó a plazo fijo.

De estos casos básicos las cadenas se pueden ampliar, a veces, inmensamente. Piénsese en una persona que pone dinero en un Fondo Común de Inversión. Este Fondo a su vez compra cuotapartes de otro Fondo de Inversión, que a su vez con la plata compra obligaciones negociables de una empresa financiera que con la plata compra acciones de una industria metalúrgica. Se van encadenando las promesas de pago, cediendo parcialmente los intereses, pero todos parten de la producción real; en este caso, de las ganancias que se obtienen en la fábrica de los obreros metalúrgicos que trabajan en ella.

 

La pirámide de instrumentos financieros

El argumento no se modifica cuando las cadenas de activos financieros involucran algún instrumento emitido por el Estado; aun en el caso en que el Gobierno aparezca al final de la cadena, como el actor emisor original. El Estado en esencia no produce ganancias, pero tiene la potestad de extraer impuestos del aparato productivo. Al emitirse entonces un bono estatal, sus intereses no son creados, tampoco en este caso, por arte de magia; sino que el Estado los promete por su capacidad de extraer a su debido tiempo dinero de la producción.

Digamos además que, en la producción, el valor generado no queda exclusivamente en poder de los empresarios, sino que los trabajadores venden su capacidad de trabajo a cambio de un salario. Esta masa de dinero también puede ser la base del cobro de intereses, desde el momento en que los trabajadores se endeuden.

Podríamos poner el caso más común en que un depositante de dinero a plazo fijo en un banco recibe sus intereses no provenientes del représtamo que el banco hace de ese dinero a un industrial, sino a trabajadores, mediante el uso de tarjetas de crédito. La tarjeta de crédito es el medio más difundido, pero hay otras deudas que asalariados pueden contraer con el banco (hipotecarias, prendarias, adelantos).

Sobre este tipo de ingresos también se arman pirámides de instrumentos financieros, como con los otros; incluso pueden ser más grandes gracias a las muy fuertes tasas de interés que se les cobra en el origen a esta clase de individuos. Por mentar el caso más generalizado, la tasa de interés por pagar en cuotas la tarjeta de crédito es hoy del 84%.

Estas estructuras de instrumentos financieros sobre instrumentos financieros, por supuesto, se derrumban como un yenga si las piezas en la base fallan, si los agentes vinculados a la producción no pueden cumplir con las promesas de pagos realizadas. Es, por ejemplo, recordada la asociación que existió entre la fuerte crisis del año 2009 y la insolvencia que se registró en el mercado de créditos hipotecarios norteamericano. O la crisis de fines del siglo XX, periodísticamente llamada “crisis de las punto com” en alusión a la especulación que se desató con el desarrollo de internet: muchas empresas de ese rubro emitieron acciones y demás obligaciones prometiendo altos dividendos, pero finalmente no tuvieron ganancias y todo se fue al diablo.

Una última cosa que señalar refiere a las ganancias que se pueden obtener no como intereses, sino en el precio del papel que alguien tiene en la mano. Este tipo de ganancias son las que más propiamente corporizan la descripción de “timba” empleada para referirse a los negocios financieros. Una acción o cualquier instrumento financiero puede subir de valor respecto al que tenía al momento en que fue comprado, debido a que alguna novedad o algún cambio de circunstancias pueda hacer prever que devengará para su poseedor más ganancias o mejores condiciones de pago de las mismas que las originalmente previstas. En ese caso, dinero proveniente de otros activos financieros que se desarman se trasladará del comprador al instrumento (y como la cantidad de esos papeles está fija, aumenta su precio).

En general, a menos que un auge financiero haga que la economía cambie su conducta y consuma menos y vuelque sus ingresos a la especulación (lo que acaba dañando la producción y generando una gran crisis a posteriori), todo aumento en una cotización es dañando a la de otro papel. Una mejora en el precio internacional del aluminio hace prever más ganancias en ALUAR y, por ende, generará una suba en la cotización de los papeles y fondos que tengan una relación más o menos mediada con esa empresa fabricante de aluminio.

 

Criptoeconomía volátil

La elección de un Presidente que esté dispuesto a cerrar hospitales para que el dinero del Estado sirva para pagar los bonos públicos genera una suba del precio de éstos, puesto que cambia la percepción de las condiciones en que se cobrarán sus intereses. Ahora bien, esto no modifica el punto central, que es que las ganancias que se obtienen con estos instrumentos son un mordisco que se le da a la producción real. El mayor valor que adquiere una acción sólo se sostendrá si –y en la medida en que– la mejora en las condiciones de producción de la empresa que la emitió efectivamente se realice y las ganancias que obtiene ésta sean mayores.

Lo demás es un “juego” especulativo, como se dice, de “suma cero”: si un inversor compra una acción a un alto precio esperando una mejora de la situación y tal circunstancia finalmente no se concreta, con lo que luego de comprada la misma ve caer su cotización; ocurre que el que la vendió realizó una buena ganancia, pero cada átomo de la misma provino de la pérdida de quien la adquirió.

Párrafo aparte merece la situación, que es cualitativamente diferente, en la que estas construcciones financieras no tienen como punto de base algo real. Este tipo de quimeras, de las que ha habido muchas en la historia, tienen hoy su epicentro en las criptomonedas. Estos activos electrónicos no tienen ningún respaldo real. Es verdad que tienen un costo de generación, por los equipos y, sobre todo, por la energía eléctrica necesaria, pero fundamentalmente los bitcoins valen por la fe de que sean aceptados como medio de pago. Ni siquiera otorgan intereses.

¿Por qué sube o puede bajar su precio? Porque los sistemas informáticos que los generan tienen dispositivos que los hacen obligatoriamente escasos: en este momento hay cerca de 20 millones de bitcoins y el sistema tiene un límite máximo a su producción de sólo 21 millones de unidades. La apuesta que hace quien pone su dinero en bitcoins se basa en eso: en la idea de que como hay una cantidad casi fija, el crecimiento en el uso mundial de la criptomoneda generará una puja creciente por cada una de esas pocas unidades.

Esto funciona como dijimos antes: las ganancias no salen del aire, si sube el precio del bitcoin es porque el dinero se ha redirigido hacia estos instrumentos virtuales, proveniente de plazos fijos que se cancelan o acciones que se venden, por ejemplo.

¿Pero qué clase de transactores se benefician de este tipo de dinero y le dan volumen a su existencia? Vemos en las redes a muchos influencers del mundo cripto en pose de “soy libre, viva bitcoin, muera el Banco Central”, y ponderando jocosamente las virtudes de una app para pagar con criptos un paquete de Nesquik… pero todos sabemos que quienes quieren una moneda transferible internacionalmente por canales instantáneos, anónimos y no rastreables, no son precisamente esos youtubers. Y ese tipo de negocios tiene más pronunciadas sus altas y sus bajas, lo que hace a estas estructuras especialmente volátiles.

 

¿Y si esta semana (no) te toca a vos?

El juego no paga. Las posibilidades de que “esta semana te toque a vos” son infinitesimales. En concreto, el Telekino (el juego que popularizó ese versito) da una chance en 3.250.000. Así que improbable: con 52 semanas en un año, la cuenta da que si apostás religiosamente cada semana, podés estar bastante confiado en ganarlo… si vivís 62.500 años. Por cierto, incluso es generoso: jugar al Quini 6 es apostar por una boleta en más de 9 millones y el Loto con jackpot da una probabilidad de salvarte entre 236 millones.

Todo esto es gratuito para el organizador, dado que es un juego de suma cero, puesto que lo que gana quien acierta lo pierden todos los que no adivinaron. Incluso de suma menos que cero, dado que el pago, si bien es enorme, dista muchísimo de las probabilidades antedichas.

Buena parte del pozo que se junta se lo queda quien arma el negocio, que generalmente es el Estado. Es por esto que el saber popular denominó a esta recaudación gubernamental “el impuesto al boludo”. Más técnicamente, en realidad, debiera decirse que es un “impuesto a los contribuyentes que creen que van a ganar apostando 1 contra 236 millones”.

En los sitios de apuestas de fútbol y otros deportes, el cobro que hace el organizador es menor, pero esto no cambia el hecho de que, en su conjunto, es técnicamente imposible que “la gente” la pegue. Todo lo que uno gana es pérdida de otro, no hay un valor nuevo (más que el valor que le podamos imputar a la propia actividad de apostar, que es insignificante al lado de las sumas que mueven), sólo redistribución entre los jugadores. Y así como no puede ser generalizado el éxito, la dinámica del juego vuelve también inviable esto como proyecto individual: en el casino, el que pierde se queda sin un peso y se va, y el que gana sigue jugando hasta que pierde, se queda sin un peso… y también se va.

Estas ideas de plata fácil, de dinero que surge de la nada, son el caldo de cultivo de auténticas estafas, como lo que pasó recientemente en la ciudad de San Pedro, cuyos pobladores se metieron en un esquema “Ponzi”, que es un embuste consistente en gestionar un fondo proponiendo una rentabilidad muy alta, en la idea de que los primeros que inviertan (y a estos se les cumple por un tiempo la promesa de intereses grandes) publiciten felizmente el negocio entre conocidos… con esa rueda rodando, el estafador ya no tiene costos, pues empieza a pagar los intereses utilizando el dinero que van poniendo nuevos inversores.

Mientras sigan sumándose víctimas que aportan sus ahorros al fondo, el mismo funciona, pero cuando se encuentra el límite de esto el estafador toma todo el fondo que se juntó y se hace humo. Y nunca pueden durar demasiado estas estafas: si cada inversor convence a 5 amigos a que inviertan, y cada uno de estos a su vez a 5 amigos más, en 7 pasos ya habría involucrada una población mayor a la de San Pedro, niños incluidos. En 12 pasos, entran todos los argentinos.

Se prometía un interés mensual del 40% en dólares. Lógicamente que el proceso de producción o acumulación no genera ni una pequeña fracción de semejante rentabilidad. Tal desapego a la realidad debiera ser un indicio más que claro de lo fraudulento del esquema.

  

No es por acá...

La crisis económica, la dificultad para conseguir trabajo, las colas interminables para enganchar un laburo que paga 300.000 pesos por nueve horas y la falta de perspectivas nos conducen, como si fueran cantos de sirena, a jugarnos todo en la “timba” para ver si así zafamos. Pero esta danza de apuestas, estafas, bonos y títulos está armada en beneficios de unos pocos, estrechamente vinculados con el Gobierno que la propone como la única alternativa, al tiempo que perjudican a las grandes mayorías a las que les aspiran sus escasos recursos. Estos mecanismos se superponen y entrelazan con la melodía del “emprendedurismo”, otro discurso que sólo responsabiliza al sujeto por su “éxito o fracaso”.

La historia y la experiencia del presente nos demuestran que ése no es el camino que nos permitirá superar esta situación de angustia y pobreza. Nadie se salva solo: la salida no es individual. Tenemos que apelar a lo colectivo, a la solidaridad y a la organización para transformar estas condiciones.

Es imprescindible que en Argentina se impulsen políticas para diversificar las actividades económicas, incrementar la producción industrial, fortalecer el mercado interno, limitar el poder de los grandes grupos beneficiados por estas políticas y así poder multiplicar los puestos de trabajo y mejorar las condiciones salariales y laborales.

Para que esto sea posible, es necesario la participación de todas y todos.


Diego Ariel Fernández y Pablo Volkind



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