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Fronteras, políticas de ciencia ficción

No hay máquina de rayos X con tanta capacidad de positivar a un ser humano como un territorio fronterizo. Las fronteras, con sus concertinas, vallas, sensores y torreones, deslumbran y no permiten ver de tan visibles que son. Los muros, ya sean de hormigón, de alambres o de agua, como nuestros mares, son el faro de Alejandría: una exhibición política de poderío militar, la ingeniería de la xenofobia que ha sustituido a las murallas de la ciudad-estado de la Edad Media. Cada nuevo mandatario los sube unos metros para recordar que hay un enemigo exterior del que, por muchos sacrificios que le cueste, él nos protegerá: así legitima su omnívoro poder que, para seguir siendo eficaz, requerirá derribar leyes, convertir en legal lo ilegal y aprobar normas a sabiendas de que, con los años, algún tribunal las derogará por inconstitucionales. Lo vemos en España con cada nuevo ministro de Interior, en Hungría, en Estados Unidos, en Israel o en China.

Por Patricia Simón

Las fronteras son la política de la ciencia ficción. Permiten perseguir a los alter ego de la categoría ciudadana, los fantasmas y extraterrestres del siglo XXI, los parias de la globalización; para ello, los Estados emplean el absolutista todo vale en pos de una supuesta seguridad por la que se les ha declarado la guerra total por aire, mar y tierra: así, estos elementos se convierten en frontera en el mismo instante en el que entran en contacto con el cuerpo de una persona extranjera pobre, a las que se ha catalogado como migrante o refugiada. Porque, al contrario de lo que se suele pensar, las fronteras son espacios movibles, escurridizos e intercambiables de no-derecho. Aparecen, crecen, se esfuman, pueden expandirse y ocupar ciudades enteras como Ceuta y Melilla, montañas como el Gurugú marroquí, islas como Lesbos, desiertos como el del Sahel o el mar Mediterráneo en su totalidad. Y no solo: las fronteras extienden sus tentáculos por las estaciones de autobuses y trenes del país en el que resides, las paradas de metro, las plazas, las inmediaciones de una comisaría, los barrios de mayoría migrada… La caza del ser extranjero pobre ha trazado una retícula de vigilancia y control que solo reacciona al contacto de su cuerpo y que tiene como finalidad que siempre esté extenuado de tanto intentar ocultarse: cuanto más desee borrarse, más débil será la red de apoyo mutuo y, por tanto, más explotable por el mercado.

El neoliberalismo necesita más que nunca a las personas migrantes para sobrevivir. Y, para ello, las requiere lo más arrasadas física y emocionalmente posible. Para eso sirven también las fronteras: para matar incluso en vida.

En las inmediaciones de las murallas fronterizas, yacen sus víctimas mortales. Pero dentro queda ese excedente de mano de obra que ha de pasar para que el mercado pueda seguir precarizando bajo el chantaje de que siempre habrá alguien dispuesto a hacerlo por menos. Muros adentro, encerradas, también quedamos las autóctonas, las privilegiadas. Toda muralla tiene otro objetivo fundamental: recordar a los supuestos protegidos que, al otro lado, aunque no los puedan ver, están los bárbaros esperando un descuido de los vigilantes. Las fronteras nos empujan todo el tiempo a temer, no vaya a ser que por un momento dejemos de tener miedo y se nos ocurra la disparatada idea de que, quizás, quién sabe, tengamos algo en común. Y, como repetidores del recelo, las alarmas de Securitas Direct en cada hogar. Nunca la búsqueda de la tranquilidad nos quitó tanto el sueño. También, por la mala conciencia.

 

La enfermedad autoinmune de las democracias

A Acandí hemos de llegar en barca. Los de cuerpitos blancos como el mío, con pasaporte europeo, y los que viajan abrazados a su documentación, plastificada para protegerla de los avatares del viaje, por si algún día recupera su valor. Para llegar aquí, yo solo tuve que coger un avión desde España a Bogotá, otro hasta Turbo —esa ciudad con aires del antiguo oeste donde a la convivencia natural colombiana del paramilitarismo, las guerrillas y el narcotráfico, se le une ser territorio fronterizo— y esta barcaza que durante una hora nos seduce con el espejismo de igualarnos a todos sus ocupantes.

Fátima consuela a su hija Umaimea en el velatorio de su
hijo y hermano, que murió ahogado cerca de las costas de
Cádiz. / Foto: Patricia Simón

Aquí, en el Caribe colombiano, muchos de sus habitantes son negros, así que para identificar a los migrantes hace falta diferenciar algo más que su color de piel. En el primer paseo por Acandí, los reconozco: tiene que ver con lo que hace las fronteras con el tiempo, con la espera. En la entrada de un edificio de dos plantas, decenas de hombres y mujeres negros aparecen tumbados en el suelo, con las miradas perdidas, sin apenas cruzar palabra. Desconocen cuándo podrán partir, cómo, con quién. Las fronteras te roban el control sobre tu vida. Alguien vendrá a buscarlos y ellos les deberán seguir. Sin hacer preguntas ni compartir dudas o sugerencias. Están exactamente a 40 metros de la comisaría. Cuando la clandestinidad es un negocio, nunca anda muy lejos la policía.

Este grupo es de personas haitianas, me cuentan. Vienen de Río de Janeiro, donde fueron contratadas masivamente para construir las instalaciones deportivas de las Olimpiadas de 2016. Eran mano de obra explotable después de que el terremoto de 2010 les hubiese dejado sin menos que nada. Tras construir las pirámides del siglo XXI, fueron desechadas y decidieron probar suerte en el imperio de los imperios. La ruta la había abierto Ecuador, que no pedía visado a los viajeros de ningún país. Hasta agosto de 2019, cuando estableció este requisito para las personas procedentes de 23 naciones. En concreto, de las que procedían la mayoría de las que pasaban por su territorio rumbo a Estados Unidos.

Aquella noche de 2017, las siluetas alargadas se fueron acercando en mitad de la noche entre risas nerviosas. Vestían bermudas y botas altas de agua. Acababan de comprarlas y se estaban habituando a ellas. Cada uno cargaba con una bolsa con seis latas de Red Bull.

— Son para aguantar el ritmo. En dos o tres días esperamos estar en Estados Unidos, me respondieron cuando les pregunté si tenían previsto adentrarse en el Tapón del Darién.

Eran indios, no superaban los veinte años y mis preguntas de periodista eran el ingrediente que les faltaba para darle el tinte definitivo de película a la aventura en la que se adentraban. Inmortalizaban su entusiasmo con selfies.

Habían salido hacía seis días de Nueva Delhi, donde estudiaban en la universidad. Sus familias habían pagado 44.000 euros por el viaje de cada uno de ellos y no tenían ni idea del infierno que les esperaba esa misma noche, cuando se adentrasen en la selva que une Colombia con Panamá.

El Tapón del Darién es el único punto de las Américas donde se interrumpe la carretera Panamericana. Cien kilómetros de jungla que, cuentan quienes la han atravesado, es tan tupida que no permite ver el cielo durante buena parte del trayecto. Los migrantes que consiguen llegar al otro lado, tras dos o tres días abriendo las ramas a cada paso, salvo algún tramo en canoa, recuerdan que lo más peligroso no son las serpientes ni los jaguares, sino desorientarse, quedarse descolgado del grupo, dejarse manipular por las alucinaciones provocadas por la deshidratación y el agotamiento. Y si consiguen sobrevivir será gracias a las redes mafiosas que se han hecho con este negocio y que, como todo acá, está enlazado con el narcoparamilitarismo y la policía.

La decisión política de cerrar las fronteras es siempre sinónimo de negocio. Cuanto más sofistica y militariza un estado el acceso a su territorio, más ha de hacerlo quien decide prestar los servicios necesarios a aquellas personas que quieren ejercer su derecho a la libertad de movimiento. Los gobiernos lo saben y, sobre todo, saben que las únicas estructuras que pueden sortear sus obstáculos son las más violentas y poderosas: es decir, las que trafican con armas, con drogas y con seres humanos, los tres negocios más lucrativos en el mundo. Las llamadas mafias o cárteles que se alzan como desafío a los estados, a las democracias y a la seguridad.

Es decir, los gobiernos del norte global, con su decisión de crear ese enemigo exterior que representa a la persona migrante como responsable de todas las dificultades que la clase política no es capaz de resolver, han creado una enfermedad autoinmune a sus democracias: las fronteras como impulsor y motor de estructuras paramilitares. Unas organizaciones a las que cada vez resulta más caro, violento y difícil combatir.

Solicitantes de asilo duermen en las inmediaciones
del campo de personas refugiadas de Moria la
noche que ardió en agosto de 2020.
Foto: Patricia Simón

En el caso de Colombia, donde el estado sigue teniendo íntimos lazos con las estructuras narcoparamilitares, la farsa apenas si ha de guardar las apariencias. Los autobuses cargados de migrantes llegaban a Colombia desde el aeropuerto de Quito y atravesaban su territorio sin que mediase ningún problema legal. En Acandí, no se habla de quiénes son esos muchachos que lo controlan todo porque, si hablas, terminas en el fondo del mar con un saco atado a la pierna. “Acá llegaron unos muchachos para robar a los turistas y al día siguiente habían desaparecido”, nos dijo una señora que después calló, tras recordar que, de eso, acá, no se habla.

Los migrantes son los prisioneros de guerra a los que a la vez que se les agrede se les habla de derechos humanos, de derecho al asilo, de protección internacional, de garantías en la repatriación…. En la violencia disfrazada de humanitarismo con la que se retuerce el lenguaje está también el sadismo de esta forma de tortura psicológica. Cualquiera diría que el objetivo es enajenarles, aunque quienes estamos enloqueciendo somos las que terminamos asumiendo un vocabulario de refugio y protección para hablar de encarcelamiento. Y se da en todos los continentes. Y en buena parte de los países, pobres y ricos, receptores de personas migrantes y refugiadas.

 

Fuera el Derecho

—¿De dónde sos?, les pregunté.
— De Sudán, me respondieron aquellos tres muchachos negros.
“De Sudán”, pensé… Estábamos rodeados de varios miles de personas, en su mayoría árabes, en aquella estación de trenes de Macedonia donde, en 2015, se inició la ruta de los Balcanes.
—¿De Sudán del Norte o del Sur?, repregunté sorprendida.
Se miraron entre sí sin saber qué contestar. Me confesaron que eran de Senegal y que, ante el cierre de la ruta canaria y la dificultad de cruzar desde Marruecos a la península, habían decidido volar a Turquía, coger una patera hacia Grecia e ir a pie… hasta Bilbao, donde tenían a unos familiares. Y es más que probable que llegasen a su destino porque no hay yincana burocrática que pueda convencer de que la resignación es la mejor opción ante la falta de un horizonte de mejora.

En aquella ocasión constaté cómo los estados europeos, al no cumplir con su propia normativa de asilo, obligaban a mentir a las personas solicitantes. Las fronteras han conseguido convertir a los gobiernos en los principales violadores de sus propias leyes y, además, que lo hagan de cara a la galería: como con las llamadas “devoluciones en caliente” de Ceuta y Melilla, los gobernantes justifican ante la ciudadanía que deben pasarse al lado de la ilegalidad por su bien, porque el Derecho se ha convertido en un obstáculo para protegerles adecuadamente. Ahí me encontré, viendo cómo la gente de Siria se indignaba porque la iraquí adoptaba falsamente su nacionalidad a la hora de pedir la documentación para poder seguir con su éxodo por los Balcanes. La violencia que desangra Irak desde su invasión en 2003 justifica de sobra que sus habitantes puedan solicitar protección internacional. Pero estos sabían perfectamente que, aunque cumplieran con los requisitos recogidos en la Convención de Ginebra, los estados europeos ni siquiera los estudiarían. Más llamativo resultaba que los y las afganas, a sabiendas de que no podían pasar físicamente por sirias, se hicieran pasar por iraquíes. Quienes llegaban de Bangladesh, por sus ojos rasgados, intentaban pasar por afganas…. Y los senegales, por sudaneses.

Las fronteras les dicen a las personas migrantes continuamente que sus razones para abandonar a sus familias, amistades, trabajos y países no son suficientemente terribles, violentas e irresolubles; que han de haber sufrido tortura durante años, haber sido violadas repetidas veces, haber sido engañadas, coaccionadas y estafadas durante su huida; que han de ser de una minoría religiosa, de una etnia aún más discriminada, que deberían ser gais, lesbianas o trans…. Porque si no, si tu historia no es la más desgraciada posible de entre todas las imaginables, no tienes derecho a aspirar vivir dentro de sus dominios.

 

El cuerpo migrante, hacker transfronterizo

Buena parte de las 13.000 personas que vivían hasta el 8 de septiembre de 2020 en el campo de Moria llevaban cuatro días tiradas al raso en la carretera de Kare Tepe, en Lesbos, después de que todo saliese ardiendo. Tras el incendio, pensaban que, por fin, después de meses o años de destierro en la isla, serían trasladadas a países europeos donde podrían reiniciar sus vidas. Pero el Gobierno heleno las terminaría trasladando a un campo cerrado, es decir, a tiendas de campaña con el logo de ACNUR plantadas en un terreno cercado con alambre de espino y custodiado por un cuerpo policial creado ad hoc. Esta isla, como otras griegas, la italiana Lampedusa o las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, ha sido convertidas por la Unión Europea en fronteras en sí mismas, en murallas marítimas de la fortaleza, en núcleos irradiadores del odio a los migrantes. Hacinadas, desesperadas y humilladas, las personas migrantes terminan rozando en estos enclaves con las poblaciones locales, igualmente abandonadas e incomprendidas, transmitiendo así, a través de los medios de intoxicación, la idea de invasión y amenaza a parajes alejados de Polonia, Alemania o Dinamarca. El campo de Moria era un sistema, no una excepción: el paradigma del laboratorio del odio.

Una de aquellas tardes de abandono, unas mujeres se acercaron a los agentes para pedirles comida para sus hijos. Ellos les gritaban “go back” y ellas seguían haciéndoles gestos de algo que llevarse a la boca. Decidí convertir mi cuerpo en la prueba de contraste de aquella frontera que representaba el autobús de los antidisturbios, convertido en barricada, dentro de la otra frontera que era Lesbos, dentro de la otra frontera que era Grecia, dentro de la Unión Europea, cuyos dirigentes se hacían los sorprendidos y dolidos ante las cámaras. Como periodista, yo era parte de la performance. Me senté en un pollete pegada al puesto de control de la policía. Descolocados por mi atrevimiento, no dijeron nada. Así que procedí a grabar la surrealista escena de miles de personas hambrientas custodiadas por apenas un puñado de oficiales. Fue entonces cuando me pidieron que me alejase unos metros de ellos. El acceso a la prensa estaba prohibido, sabían que me había colado por los montes, pero era un asunto que no les importaba en absoluto.

No era yo la que estaba hackeando el sistema. Son las personas extranjeras pobres quienes, solo armadas con sus cuerpos, evidencian a cada paso la incapacidad de toda esa multimillonaria ingeniería fronteriza antiinmigración para frenarlas. Al menos hasta ahora. La pandemia de la Covid-19 abre un nuevo escenario que puede hacernos pasar de la ciencia ficción a la guerra de las galaxias: muchas personas que hasta ahora no apoyaban la violencia contra las personas migrantes en las fronteras van a empezar a hacerlo bajo el paraguas de la salud. Si sus cuerpos quedan reducidos a potenciales agentes de contagio, la retícula fronteriza no solo los visibilizará, sino que preguntará: ¿en qué caso puedo aniquilarlos?

Patricia Simón


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